sábado, 30 de abril de 2011

MARIYINA


MARIYINA
La casa de tía Pepa me gustaba porque era del color del azulete. En casa ya no se blanqueaba la ropa con ceniza como parece ser que se hizo en otros tiempos, mi madre extendía en el huerto, cerca de la cuerria de las castañas, la ropa blanca a la rosada (sábanas, bragas, paños higiénicos, los faldones y el corsé de tía Pepa…) Luego, para evitar que amarilleara, había que echar la ropa en un barcal grande, de aluminio, lleno de agua, disolver una pastilla de azulete y remover para que no quedara manchada la tela. Después de remojar, se retorcía y se tendía en los palos del gallinero y en las cuerdas de debajo del hórreo.
                                                              
La casa de tía Pepa era de color de azulete, algo despintada por unas letras que ya no se leían, pero que debieron de ser  pintadas de los mozos en la noche de San Juan. Tía Pepa no tenía carro para esconder, que yo sepa, ni macetas que cambiar de portal, pero no era amiga de las chanzas y por eso les resultaría a los jóvenes más divertido bromear a su costa de alguna manera. Las pintadas estaban bajo la ventana, a la izquierda de la puerta, hechas seguramente desde los escalones. Desde allí contaban en casa que arrojó al último pretendiente que se atrevió a mirarla invadiendo el territorio que ella había marcado en su soltería.


Los cartelones no le eran desconocidos. También en San Juan había castigo para quienes no habían terminado de sayar el maíz y se ve que el tiempo se le había echado encima a la pobre tía Pepa (o la broma fue para Carmen la de Diego, el escultor de la capilla de los San Miguel?, ahora dudo) y le gastaron la broma correspondiente. Hicieron su caricatura en forma de espantapájaros, con la ropa negra, el pañuelo en la cabeza y la toquilla anudada al cuello. El cartelón le dedicaba una poesía burlesca y el final, parce ser que rezaba “Verdad que estoy bonita con mi lazo pajarita de plexiglás?
¡Qué pena si se perdieron definitivamente aquellas coplas que escribía no sé quien de Acebeu donde se festejaba la sacramental, una presentación seguramente como debía de ser la de las loas en el teatro del siglo XVII, “me figuro yo”, para utilizar una expresión también familiar.
Recuerdo a tía Pepa como una mujer altísima, muy fuerte, ahora diría que huesuda, pero entonces me parecía recia, como hecha de cartón piedra, dura bajo la saya fruncidísima cuando iba a casa y se sentaba en el rincón que hacía la cocina de leña con la ventana en un taburete que había sido de la abuela, tayuelu de tres pates, cuyo asiento no era plano, sino cóncavo para amoldarse con comodidad a las posaderas. Sentada y con las piernas abiertas, hacía un hueco para mí y me decía: “Ven pacá, Mariyina”.
No recuerdo que hablara nada, a lo mejor alguna carta llegada de Tampa, no tengo ningún recuerdo de lo que podía contar, pero me queda la sensación caliente y blanda de la saya negra, larga hasta los pies y forrada por preciosos faldones de algodón adornados de puntillas y el entrañable cariño cariño y seguridad que me daban sus piernas, algo hinchadas cuando se bajaba las medias negras sujetas con ligas de goma, eran como un fuerte donde no podía pasarme nada malo. A las zapatillas, también negras, les cuelgo unos pompones pequeños y duros como una pareja de cerezas enlutadas.

Me gustaba quedarme mirándola, aquel pelo tan blanco y tan brillante, peinado con un moño retorcido y apretado como una soga que sujetaba con unas horquillas que me llamaban la atención por ser tan diferentes a las alegres y brillantes con las que mi madre me sujetaba el pelo. Sobre me quedaba prendida de su nariz. Era una nariz Díaz, ella llevaba los apellidos Díaz san Miguel, como la de su primo José, el tratante, aguileña, doblada en la punta de forma peculiar, pero no fea, “pa mi idea”, formando una voluta perfecta, que en mí disparaba la imaginación de manera descabellada. En mi opinión, de niña de cuatro o cinco años, la nariz de tía Pepa era india. Era como la de los jefes indios de las películas americanas. Aquello y saber que Cármen Méndez, la hermana de la tía Pepa, vivía en Estados Unidos y que mi abuelo había venido de allí hacía años, me sumía en graves preocupaciones genealógicas. Estaba casi segura de que había una rama de nuestra familia que emparentaba con el indio Jerónimo y por eso me importaba menos que, cuando jugaba con mi hermano a indios y vaqueros, me tocara siempre perder, ser la jefa india perdedora como siempre ocurría en las películas del oeste que a veces veíamos en casa de Falo. Si podía escoger, también escogía ser india, eran como de la familia y había que consolarlos en su derrota; es decir, volver a meterlos en la lechera de donde habían salido, antes del juego.

Esnalando, empozando...

La raitanina tenía que empezar a volar, luchando contra la esperanza y contra el miedo, desde la punta de una rama rota por el vendaval. El cielo era atractivo, liberador; pero el nido tiraba del corazón.


La primavera traía algarazos de copos de flor de manzano.



Pero llegó una nevada tardía. El campo se cubrió de pétalos de nieve.


La raitanina ya no volaba, posó en tierra, empozaba: desubicación, inseguridad, luego terror, agresividad, agotadora irritación, luego la paciencia de los moribundos. La raitanina boqueba como cría que necesita volver al calor del nido. Olvidó lugares, seres queridos y palabras. Su pensamiento descansaba mientras el cuerpo esperaba el momento de poder descansar para siempre.


Sufriendo todavía la vida, añoraba, sin saberlo, la plenitud de la muerte.










Memoria histórica: recordando a los de casa

Yendo y viniendo por el buscador, “rebuscando” nombres familiares, encontré en  Asturian-American Migration Forum unos datos aportados por un socio del foro, Marcelo, que envió una relación de (no soy muy original, en parte, corto y pego) asturianos/americanos que fueron sometidos a consejo de guerra por los franquistas a partir de noviembre de 1937 en Gijón y en el Campo de Concentración de Camposancos, en la frontera de Galicia con Portugal. Entre ellos mi tío.
Condena: reclusión perpetua. Natural de Tampa, Florida, Estados Unidos, vecino de San Román, Piloña, hijo de Ramón y Concepción, 28 años, soltero (y añado: padre de una niña, Lola, de seis años, de madre miliciana, de Sariegu), labrador. Participó en la Revolución del 34, para exiliarse después fuera de España (de eso nunca oí hablar en casa); militante de las JSU; voluntario en el frente,  sector de Oviedo; gestionó el ayuntamiento de Infiesto; ingresó en Carabineros.

Contaba mi madre que había sido condenado a muerte, que lo llamaron en el patio de la prisión por el nombre por el que era conocido en el pueblo, el nombre del padre, el suyo, inglés resultaría difícil de recordar por parte de los vecinos y él no se identificó, se desentendió de una llamada que no correspondía con su nombre, la ignoró. Decía que mientras tanto estaba el padre moviendo papeles en el consulado, en la embajada, para tratar de que le conmutaran la pena como ciudadano estadounidense. La verdad es que vivió y que fue desterrado, se estableció en Madrid. Con la amnistía tampoco llegó a volver a la casa que había sido de sus padres, no volvió a pisar la tierra que vio su juventud.

Mi madre, la hermana pequeña, guardaba un recuerdo emocionado y dolorido: la nostalgia de unos ojos azules que con seis años, (los mismos que tenía la hija, se crecieron juntas, como amigas, casi como hermanas) vio través de un ventanuco en la cárcel (posiblemente la del Coto, en Gijón); un carné de UHP, escondido en la cartera de piel de cocodrilo de la abuela con el de afiliación al PSOE, con un número bajísimo, del abuelo (¿habría conocido a Pablo Iglesias? me preguntaba yo), y alguna foto de aquel hombre sin presencia con abrigo y sombrero (o ¿lo vistió así mi memoria infantil?) en una calle y otra, vestido de miliciano con muchos vecinos y vecinas sosteniendo gallinas requisadas. Aquella foto, para mí, era como la de un equipo de fútbol que en vez de agruparse junto al balón se agrupan en torno al hambre de los soldados que tomarían o no llegarían a tomar el caldo y de los desposeídos que se quedaban sin los huevos y los pollos y la carne para la Navidad… Era muy parecida a otra en que aparecían los mozos del pueblo, seguramente en la fiesta sacramental, sosteniendo las letras R A S (¿en qué orden?, ¿con qué significado?) Pero junto a la pena de no haberlo conocido, un poco quizás de algo parecido al resentimiento: “Si no se hubiera metido en política, no habrían tenido qué sufrir tanto padre y madre”.


Él mismo, ya mayor y muy envejecido, en los años ochenta, en una cabaña, en el campo, en Corralejos, escribía con una máquina vieja el reportaje de su vida. ¡Lo que (decía él) habría podido escribir si no le hubieran quitado tras la guerra el carné de periodista! Más tarde, cuando le faltaba una pierna, la gangrena,  me dijo que, mientras que las mujeres de nuestra familia eran valientes, luchadoras, inteligentes, los hombres, por el contrario, padecían de una mala suerte endémica. Era una maldición antigua, cuando en el jardín del abuelo, en Tampa los perros que defendía la casa y la fábrica mataron a un intruso y desde entonces las ánimas africanas penan sobre nuestras vidas y nuestras conciencias, ¿hasta qué generación?