sábado, 30 de abril de 2011

Memoria histórica: recordando a los de casa

Yendo y viniendo por el buscador, “rebuscando” nombres familiares, encontré en  Asturian-American Migration Forum unos datos aportados por un socio del foro, Marcelo, que envió una relación de (no soy muy original, en parte, corto y pego) asturianos/americanos que fueron sometidos a consejo de guerra por los franquistas a partir de noviembre de 1937 en Gijón y en el Campo de Concentración de Camposancos, en la frontera de Galicia con Portugal. Entre ellos mi tío.
Condena: reclusión perpetua. Natural de Tampa, Florida, Estados Unidos, vecino de San Román, Piloña, hijo de Ramón y Concepción, 28 años, soltero (y añado: padre de una niña, Lola, de seis años, de madre miliciana, de Sariegu), labrador. Participó en la Revolución del 34, para exiliarse después fuera de España (de eso nunca oí hablar en casa); militante de las JSU; voluntario en el frente,  sector de Oviedo; gestionó el ayuntamiento de Infiesto; ingresó en Carabineros.

Contaba mi madre que había sido condenado a muerte, que lo llamaron en el patio de la prisión por el nombre por el que era conocido en el pueblo, el nombre del padre, el suyo, inglés resultaría difícil de recordar por parte de los vecinos y él no se identificó, se desentendió de una llamada que no correspondía con su nombre, la ignoró. Decía que mientras tanto estaba el padre moviendo papeles en el consulado, en la embajada, para tratar de que le conmutaran la pena como ciudadano estadounidense. La verdad es que vivió y que fue desterrado, se estableció en Madrid. Con la amnistía tampoco llegó a volver a la casa que había sido de sus padres, no volvió a pisar la tierra que vio su juventud.

Mi madre, la hermana pequeña, guardaba un recuerdo emocionado y dolorido: la nostalgia de unos ojos azules que con seis años, (los mismos que tenía la hija, se crecieron juntas, como amigas, casi como hermanas) vio través de un ventanuco en la cárcel (posiblemente la del Coto, en Gijón); un carné de UHP, escondido en la cartera de piel de cocodrilo de la abuela con el de afiliación al PSOE, con un número bajísimo, del abuelo (¿habría conocido a Pablo Iglesias? me preguntaba yo), y alguna foto de aquel hombre sin presencia con abrigo y sombrero (o ¿lo vistió así mi memoria infantil?) en una calle y otra, vestido de miliciano con muchos vecinos y vecinas sosteniendo gallinas requisadas. Aquella foto, para mí, era como la de un equipo de fútbol que en vez de agruparse junto al balón se agrupan en torno al hambre de los soldados que tomarían o no llegarían a tomar el caldo y de los desposeídos que se quedaban sin los huevos y los pollos y la carne para la Navidad… Era muy parecida a otra en que aparecían los mozos del pueblo, seguramente en la fiesta sacramental, sosteniendo las letras R A S (¿en qué orden?, ¿con qué significado?) Pero junto a la pena de no haberlo conocido, un poco quizás de algo parecido al resentimiento: “Si no se hubiera metido en política, no habrían tenido qué sufrir tanto padre y madre”.


Él mismo, ya mayor y muy envejecido, en los años ochenta, en una cabaña, en el campo, en Corralejos, escribía con una máquina vieja el reportaje de su vida. ¡Lo que (decía él) habría podido escribir si no le hubieran quitado tras la guerra el carné de periodista! Más tarde, cuando le faltaba una pierna, la gangrena,  me dijo que, mientras que las mujeres de nuestra familia eran valientes, luchadoras, inteligentes, los hombres, por el contrario, padecían de una mala suerte endémica. Era una maldición antigua, cuando en el jardín del abuelo, en Tampa los perros que defendía la casa y la fábrica mataron a un intruso y desde entonces las ánimas africanas penan sobre nuestras vidas y nuestras conciencias, ¿hasta qué generación?

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