jueves, 5 de mayo de 2011

Alzheimer: vístete de paciencia


Mira la imagen antes de pensar: “Esta mujer qué rara está". "Mi madre, ya no es la que era, siempre conmigo en lo más difícil, de repente no me quiere, está siendo mala conmigo". "Todo me lo revuelve, con la prisa que llevo, no encuentro nada, parece que lo hace a propósito". "¡No para de dar vueltas, qué pesada se pone!" "Nos está haciendo la vida imposible, grita para que la oigan los vecinos, ni que la maltratáramos. "Me empuja por el pasillo para pasar delante…”
No se puede se la misma persona con el cerebro de una y otra forma. A partir de cierto momento, no actúa la persona sino la enfermedad.

Recuerdos y olvido
Tras la muerte de mi padre, nueve años atrás, cuando mi madre pasaba temporadas en mi casa, acompañaba a mi hijo menor al autobús del colegio y por la tarde al gimnasio y lo buscaba tras el entrenamiento; la desorientación la hacía extrañar el camino, la guiaba el nieto más que al contrario. El niño lo percibía y mi madre era capaz de reconocerlo. “Mamá se está haciendo mayor”, piensa uno.
Los siguientes episodios tuvieron lugar en casa de mi madre, cuando el niño y yo vivimos con ella un tiempo. Un día que yo tardaba en llegar a casa mientras esperaba a mi hijo que finalizaba alguna actividad (piano, teatro…), llamé para pedirle a mi madre si podía poner a hervir los espaguetis para ir adelantando tiempo. Poco después, me llamó al móvil porque no estaba segura de si el agua debía hervir antes de echar la pasta. Más tarde otra llamada me decía que no sabía que hacer después, que ya aquello ya había hervido. “Con lo que siempre le gustó la cocina… ¡Qué mayor se está haciendo mamá!”
Luego fueron actitudes que me resultaban dolorosas porque encontraba que mi madre me rechazaba: no me dejaba compartir con ella dormitorio y si yo me acostaba antes que ella prefería quedarse esperando a que amaneciera sentada en la cocina. Guardaba botes bajo el escañu, escondía yogures y almendras bajo la cama. Le molestaba que utilizara la lavadora, y mientras esta estaba en funcionamiento, se pasaba el tiempo apoyada sobre la plataforma superior para evitar tanta vibración. Se puso enferma, tres días sin levantarse de la cama, y no consintía de ninguna manera que se llamara al médico o le diera de comer, solo bebía agua y zumo. Aproveché para hacer una buena limpieza en la cocina, poniendo todo en orden, enmarqué algunas fotos que ella valoraba especialmente, arreglé las plantas de interior y cambié la radio vieja por otra en funcionamiento. Cuando estaba repuesta, se asombró de que la cocina pareciera otra. Yo interpreté que le había gustado la limpieza general de la cocina; pero seguramente el significado era otro, porque dio vueltas y vueltas diciendo que algo era diferente sin concretar qué. Cuando puse la radio vieja en su sitio, volvió a mi madre el sosiego. Una vez me llamó asustada porque no encontraba al niño en casa y otra lo llamo a horas intempestivas para decirle que se hacía tarde para acudir a misa.
Llegó un momento en que mi madre no quería que yo durmiera en casa. Mi sufrimiento crecía, no porque en aquellas actitudes viera enfermedad sino porque veía rarezas que yo interpretaba como un desprecio y un resentimiento de mi madre hacia mí que no podía entender. “Está muy rara. Está mayor y necesita estar sola, ocupándose de sí misma. La vida con el niño y conmigo le resulta insoportable.” Y busqué un piso de alquiler.

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